martes, 16 de diciembre de 2014

RSE II: un desafío para la libre empresa

Cuando se habla de RSE en la libre empresa se acude inmediatamente a la resonante exhortación que hiciera Milton Friedman en The New York Times Magazine en 1970 reiterando los conceptos que ya había vertido en su libro Capitalism and Freedom (1961). Allí Friedman afirmó que en una sociedad libre existe solamente una responsabilidad social para la empresa: incrementar sus beneficios dentro de las reglas de juego, es decir, dentro de una competencia abierta y libre, sin engaño o fraude. Estos mismos conceptos fueron compartidos por Hayek a través de razonamientos semejantes y en forma explícita en sus  Estudios de Filosofía, Política y Economía (1967).

Ahora bien, la libertad es el camino virtuoso de la ética a través de la cual las personas (y las empresas) se unen voluntariamente en sociedad para coordinar sus acciones individuales y multiplicar su capacidad creadora frente a la escasez propia de la condición humana. De esta manera podemos decir que la libre empresa le debe a esa libertad toda su responsabilidad: a mayor libertad le corresponde mayor responsabilidad y viceversa, a menor libertad menor responsabilidad dado que la restricción de la acción humana reprime la posibilidad de forjar su dignidad y su propio destino.

Por lo tanto, si la libertad y la responsabilidad son dos caras de la misma moneda, cabe preguntarse entonces si realmente el interés propio y la maximización de los beneficios es un impedimento, o no, para  el comportamiento altruista y la cooperación social.

Para Hayek, en línea con el liberalismo clásico de la escuela escocesa, el interés propio es el motor de las acciones humanas y a su vez el imperativo moral por medio del cual la libre empresa puede potenciar el beneficio del conjunto en un mercado concebido como un proceso de “orden espontáneo” y en el cual se comunican “conocimientos dispersos” a través de los precios de intercambio, de modo tal que cada actor pueda adaptar libremente su proyecto particular al conjunto y alcanzar de esa forma un orden global de mayor extensión.

Es el mismo Hayek quien se encarga de aclarar a su vez que esta concepción individualista no da lugar al inequívoco uso de la palabra “social” vacía de significado y cuyo empleo a menudo se utiliza, según él, para “ocultar aspiraciones que ciertamente nada tienen que ver con el interés común” asumiendo así la sociedad una “entidad colectiva pensante con aspiraciones propias, diferentes de las de los individuos que la integran”. Es por eso que Hayek se reserva la calificación de social solamente “en el sentido de algo que la propia sociedad ha creado de manera espontánea”, esto es, “fuerzas coordinadoras que resultan ser fruto de las actividades independientes del individuo en la comunidad”, vale decir, no están originadas en la voluntad de un legislador o de un gobierno sino de las acciones humanas individuales no intencionadas como conjunto.

Llegado a este punto parece difícil compatibilizar el proceso espontáneo con una cooperación entre los agentes dado que el consenso suele llevar a una posición constructivista alejada del interés propio. Sin embargo, y aunque esa cooperación no otorgue un beneficio “óptimo” a las partes, es igualmente una alternativa legítima ante los males mayores que ocasionan las acciones egoístas. Es por ello que la cooperación refleja intrínsecamente la problemática que comúnmente se denomina como “el dilema del prisionero” o “teoría de los juegos”. Si dos agentes buscan solamente su propio interés, es muy probable que los resultados finales a los que arriben sean inferiores a los resultados que se pueden obtener a través de la mutua cooperación, y de allí la justificación de un consenso. De todas formas, para Hayek no hay contradicción entre competencia y cooperación, entre grupos organizados y no organizados, porque para él el argumento de la libertad no es el argumento contra la organización sino que es el argumento contra la exclusión, los privilegios, los monopolios y contra el uso de la coacción que impidan que otros lo hagan mejor.
 
Si en la libre empresa entonces la cooperación es una opción válida y razonable de creación de valor en beneficio propio, cabe finalmente formularnos la siguiente cuestión: ¿es posible alcanzar una cooperación social “altruista” bajo las acciones individuales de la libre empresa, o dicha cooperación queda reservada a las acciones constructivistas o colectivistas?

Para responder esta pregunta acudiremos al aporte de Karl Popper quien en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945) y en base a los conceptos que ya había aludido en una conferencia titulada Hombre moral y sociedad inmoral (1940), elabora esta simple pero elocuente tabla de conceptos opuestos que transcribimos a continuación:

(a) Individualismo
es lo contrario de
(a’) Colectivismo
(b) Egoísmo
es lo contrario de
(b’) Altruismo

La idea central de Popper es defender la libertad, es decir una sociedad abierta en rechazo a sus enemigos, esto es las ideas totalitarias derivadas del historicismo marxista y del holismo platónico. Con este sencillo ejemplo no sólo diferencia el individualismo del egoísmo sino que además demuestra que el egoísmo no es propio solamente del individualismo, y es así que rechaza la idea platónica de un egoísmo colectivo de sacrificar los intereses propios en aras de los intereses de todos, argumentando por el contrario la posibilidad de un altruismo individualista que para Popper es la base de la civilización occidental, dado que no sólo “constituye la doctrina central del cristianismo (‘ama a tu prójimo’ dicen las escrituras, y no ‘a tu tribu’) y el corazón de todas las doctrinas éticas originadas en el seno de nuestra civilización” sino que además constituye la doctrina práctica de Kant: “reconocer siempre que los individuos humanos son fines en sí mismos y no utilizarlos como meros medios para conseguir determinados fines”.

Tomando estos conceptos podemos enlazar la libre empresa con las prácticas de RSE y a través de un cuadro de doble entrada, conseguiremos situar ese vínculo claramente en un solo cuadrante:


Por su dimensión “social”, las prácticas de RSE responden a una posición colectivista pero por el interés propio y el ánimo de lucro que conlleva la libre empresa coloca a dichas prácticas dentro del individualismo metodológico con el reto de concretar resultados a través de una meta altruista inducida por la cooperación social. El desafío ahora es saber si esta concepción de la RSE genera realmente valor para los accionistas o es solamente un costo a modo de una “licencia para operar”.
 
Si la respuesta es esta última opción, la RSE se estaría transformando en un gravamen social generando no sólo una doble imposición fiscal sino además una transformación colectivista de la misión empresaria avasallando los derechos de propiedad. Si por el contrario, la RSE es una elección razonable como fuente de valor para la libre empresa y cuya trascendencia potencia su reputación y sus resultados a largo plazo, podríamos decir entonces que no sólo existe compatibilidad entre la libre empresa y las prácticas de RSE sino que además dichas prácticas responsables son la guía necesaria para recorrer el camino virtuoso de la ética y que, como dijimos al inicio, emerge de la misma libertad.
 

sábado, 11 de octubre de 2014

RSE: una “nueva demanda”

Cada vez más los consumidores se interesan por la gestión de las empresas y en conocer su vínculo con la sociedad. No sólo le basta familiarizarse con sus productos y servicios sino que además quieren saber en el “cómo” lo hacen, se interesan en el cuidado que tienen del medio ambiente, el trato hacia sus empleados y la forma en que obtienen su rentabilidad.

No es casual esta “nueva demanda” de los consumidores. Una amplia lista de resonantes casos a lo largo de la historia, especialmente en las últimas décadas, ha salpicado la reputación de grandes empresas dejando al resto expuestas a la sospecha. Han sido casos de alto impacto que han quebrado la confianza de la sociedad, y al parecer han invertido la carga de la prueba, alterando aquel viejo aforismo jurídico que formula: "lo normal se presume, lo anormal se prueba". Si lo normal es ser responsable, ¿por qué entonces las empresas deben esforzarse en probar que lo son tomando acciones que pueden distanciarse del fundamento de su negocio?

A partir de este cuestionamiento, surge una pregunta esencial para la libre empresa: ¿las prácticas de Responsabilidad Social Empresaria (RSE) deben formar parte de sus costos operacionales o pueden contribuir a la generación de valor para sus accionistas?

Habitualmente la RSE es vinculada al concepto de los “stakeholders” lo cual es una verdadera contradicción no sólo con los derechos de propiedad de esos hipotéticos intereses colectivos sino también con su consecuente participación en el gobierno de la empresa. No nos vamos a detener en el origen y evolución del concepto de la RSE, sino que solamente nos focalizaremos en aquel interrogante para poder armonizar la noción de RSE con la libre empresa sustentada en la teoría de los “shareholders”, esto es en la creación de valor para el accionista.
Si bien esta relación entre RSE y “shareholders” en apariencia resultan contradictorios, lo cierto es que la RSE permite agregar valor a la libe empresa dado que, entre otros beneficios, puede contribuir a reducir el riesgo corporativo, mejorar la coordinación de los distintos intereses a través de las buenas prácticas, facilitar el acceso a mayores fuentes de financiación y fomentar una cultura favorable para el desarrollo y la liberación de las capacidades humanas que atiendan estratégicamente las necesidades de los clientes, la comunidad y su hábitat.
Todos estos beneficios se pueden resumir en un solo término: “reputación”, y es aquí en donde la RSE toma la verdadera dimensión alineada a la teoría de los “shareholders”. El capital reputacional de una empresa es el resultado final de todas sus acciones, no es una meta a seguir sino el corolario de su comportamiento, una consecuencia natural del buen desempeño. La reputación es un valor “intangible” percibido por los terceros y por la propia organización, y que genera valor a la empresa y a sus accionistas a lo largo del tiempo.
 
Pero ese activo intangible se fundamenta en un valor “tangible” que se despliega en toda la empresa y se refleja en sus balances a través de los beneficios que ella coherentemente reporta con su sello de fabricante o prestador de servicios, con su marca empleadora, con la aplicación de códigos de buen gobierno corporativo, con su ética ejemplar en los negocios y en su compromiso con el medio ambiente y la comunidad.

De este modo, y más allá de la dificultad que surge para medir dichos beneficios, el capital reputacional forjado por las prácticas de RSE no se ve contablemente en una línea del balance sino que se encuentra derramado en todos sus rubros a través de sus buenas prácticas, y se va incorporando en los ingresos y los gastos de la empresa a lo largo del desarrollo de su actividad. La empresa va generando así resultados que en parte son vertidos en el corto plazo como así también resultados sustentables que se irán confirmando en el tiempo, vale decir, son “resultados expectantes” que agregarán valor al accionista a largo plazo en la medida que exista congruencia entre aquellas prácticas que dice realizar y su verdadera reputación.

Esta distinción temporal de los resultados no es un dato menor sino que por el contrario es muy relevante dado que la continuidad a largo plazo se transforma en el “significado” de la empresa, esto es, le da “sentido” al valor de la compañía y, por lo tanto, la “responsabilidad” por sustentar dicho valor se convierte en un pilar fundamental para los accionistas y la empresa misma. Tal como lo explica Robert Nozick en sus Meditaciones sobre la vida, el valor involucra algo que está integrado dentro de sus propios límites mientras que el significado tiene alguna conexión más allá de esos límites, y es por ello que infundir significado a la vida es procurar trascender los límites de la vida individual.
En resumen, las prácticas de RSE no sólo agregan valor para el accionista alineado a los supuestos que sustentan a la libre empresa, sino que además le dan un “sentido” que trasciende la maximización de sus utilidades a corto plazo, porque nada impide que el interés propio impulsado por el espíritu empresarial se concilie con el comportamiento altruista y la cooperación social, todas ellas acciones propias y necesarias de la condición humana.

lunes, 18 de agosto de 2014

Cultura, economía y riesgo

Es tan rica como interesante la literatura acerca de la incidencia de los valores culturales en el desarrollo económico de un país. Para muchos autores, las costumbres, conductas, hábitos y creencias de sus habitantes son los que señalan el rumbo de una nación, es la cultura la que estimula el desarrollo hacia el bienestar y la prosperidad de sus miembros, es la que guía el camino de la unidad y una visión de proyecto compartido sostenible a largo plazo.

El “milagro japonés” es uno de los clásicos ejemplos acerca de esta tesis, y por supuesto, no es el único. Japón es una corroboración fáctica que los recursos naturales no son suficientes ni necesarios para el progreso económico. Pero no solamente eso: el caso japonés es también ejemplo de confianza y compromiso. La ética japonesa, influenciada por el budismo y el confucionismo, sin dudas facilitó su desarrollo económico pero el éxito de su sistema industrial corporativo, tal como expresa Kenichi Ohmae en La mente del estratega, fue fruto de un acuerdo institucional pragmático y en donde las personas fueron el auténtico centro de toda organización.
Desde ya que es innegable la importancia que ejercen los recursos naturales en la economía de un país y las ventajas comparativas que se pueden alcanzar en un mundo que demanda cada vez más alimentos, pero no son ellos per se la clave del desarrollo sino la forma y el modo que las personas administran los recursos y cómo a partir de ellos se puede forjar una economía competitiva de alto valor agregado. 

Hablar de desarrollo implica mucho más que la posibilidad de un crecimiento económico. El desarrollo revela la calidad de vida integral de sus habitantes y, por lo tanto, alude no sólo a cuestiones básicas de poder adquisitivo sino que, además, se refiere a los valores cualitativos que prevalecen en la comunidad tales como la libertad de las personas, el respeto a la vida, la protección de los derechos individuales, el reconocimiento de las capacidades humanas, la armonía en las relaciones, la transparencia y la honestidad, la justicia, la educación, la complementación de habilidades, la ayuda mutua, entre otros.
Todos esos valores son relevantes para el desarrollo económico pero como nos dice Michael Porter (*), los valores culturales genéricos no tienen una correlación inequívoca con el progreso económico dado que un mismo atributo puede tener implicancias disímiles en sociedades diferentes o en distintos momentos de una misma sociedad. Esta premisa es fundamental para las valoraciones culturales porque nos previene de cualquier determinismo o de aventuras sociales que atenten con el auténtico desarrollo.

Lo cierto es que los países desarrollados exhiben un nivel de riqueza per cápita superior al resto y al mismo tiempo ostentan instituciones (y no por obra de la casualidad) que resguardan valores fundamentales para fortalecer un crecimiento perdurable en el tiempo. De manera inversa, aquellos países que no logran instituir valores que potencien las iniciativas y las capacidades humanas quedan confinados a la pobreza o manifiestan tensas y bruscas vacilaciones degradando los valores que impulsan el desarrollo a la vez que postergan año tras año el futuro de sus generaciones.
El caso argentino se ajusta a esta última clasificación. Una muestra de la variación del PBI en los últimos 50 años nos revela claramente los marcados altibajos de la actividad económica reflejando las sucesivas crisis experimentadas incluso con períodos de altos niveles de violencia.

                   Fuente: Elaboración propia en base a datos del Banco Mundial






 
Un sistema cultural equilibrado y superador no sólo posibilita encausar un desarrollo económico que abrigue los más cálidos y trascendentes valores de pertenencia, sino que además mitiga el riesgo de inversión, retroalimentando las posibilidades de progreso.
El riesgo, según la definición de la Real Academia Española, es la “contingencia o proximidad de un daño”, y no hay mayor posibilidad de percibir ese perjuicio que en un contexto de volatilidad. Sin extendernos a una teoría de probabilidades, la incertidumbre que generan las oscilaciones en la economía de un país, a priori intimida el compromiso de inversión genuina a largo plazo dado los riesgos sistémicos derivados de dicho contexto, dando lugar tan sólo a negocios efímeros y especulativos.

Mientras sigan existiendo las fronteras, cultivar un sistema de valores que promueva el desarrollo de las personas sigue siendo el gran desafío de las naciones en un mundo heterogéneo y multicultural dominado por la tecnología, internet y las redes sociales. Lograr un sostenido crecimiento en la economía es primordial para arribar al desarrollo económico pero pretender alcanzarlo sin un entorno cultural que afiance las instituciones hacia un salto cualitativo de la sociedad parece, al menos, muy arriesgado y de nocivas consecuencias.
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(*) Michael Porter: Actitudes, valores, creencias y la microeconomía de la prosperidad. Ensayo publicado en “La cultura es lo que importa”. Editorial Planeta (2001).

domingo, 8 de junio de 2014

Nuevas tendencias… ¿nuevas virtudes?

Una de las tendencias que vienen experimentando las empresas en los últimos tiempos es su esfuerzo por desarrollar el denominado “capital humano” y cuyo eje principal es la creación de una cultura que apalanque los conocimientos y competencias de las personas como ventajas únicas y distintivas de las empresas.

Esta tendencia sobreviene además con un cambio generacional que promueve, casi sin proponérselo, una mayor tolerancia a la diversidad, el uso intensivo de la tecnología y un ambiente de trabajo caracterizado por las redes y las relaciones, acorde a las nuevas habilidades y pautas de vida desplegadas por los jóvenes.
Este cambio trascendental en una sociedad cada vez más abierta y volcada al conocimiento, ha vuelto a poner al ser humano en el centro de la escena, y las empresas deben hoy encontrar las propuestas de valor adecuadas para conciliar la vida laboral con la vida personal de sus empleados, asegurar un adecuado clima de trabajo, establecer vínculos de lealtad y compromiso, y motivar un alto desempeño a través de las mejores prácticas que generen valor sustentable para la compañía.
Las personas son la clave del éxito de las empresas, los altos rendimientos y su buena reputación son concretadas por las acciones de las personas que la conforman en función a los valores que comparten en la organización y, por lo tanto, la capacidad para coordinar sus aptitudes y talentos es un activo intangible fundamental para la continuidad de la empresa a largo plazo.
 
Sin dudas, estas cuestiones del hacer llevan implícitas un cómo, esto es, de qué manera actúan las personas y se relacionan entre ellas para lograr esos buenos resultados. Cada empresa tiene sus formas de hacer las cosas pero sería difícil pensar que ellas se puedan alcanzar con éxito sin el perfeccionamiento de las virtudes humanas por parte de sus directivos y de todo su personal.
 
Para Aristóteles, la virtud era el mayor de los bienes y ello estaba relacionado tanto con la moral como con la inteligencia. Para él las virtudes no eran innatas, no nacen en nosotros sino que siendo capaces de recibirlas, las perfeccionamos en nosotros a través de la costumbre. De esta manera, nos dice que la virtud es un acto voluntario, es un hábito selectivo, y que consiste en tomar una posición intermedia entre dos vicios, uno por exceso, otro por defecto.
Podríamos decir entonces que la virtud es una acción voluntaria regida por un hábito constante y firme orientado hace un bien, en contraposición al hábito vicioso. Ahora bien, ¿y cuáles son esas virtudes?. La cultura occidental ha heredado de la tradición griega las denominadas virtudes cardinales y sobre la cual giran todas las demás virtudes humanas, ellas son: la justicia (dar a cada uno lo que es suyo), la prudencia (discernir entre lo bueno y lo malo), la templanza (controlar el apetito concupiscible) y la fortaleza (regular las emociones).
Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus (una de las grandes contribuciones al pensamiento económico moderno de la Iglesia), además de hacer una elocuente reivindicación a la economía libre y al papel fundamental del mercado, destacó entre muchos otros aspectos la importancia de considerar a la empresa como una comunidad de hombres que buscan satisfacer sus necesidades fundamentales y en cuya comunidad están comprometidas importantes virtudes tales como la diligencia, la laboriosidad, la prudencia, la fiabilidad, la lealtad, la resolución de ánimo.
El desafío de las empresas es hacer realidad sus valores y para ello se necesita un desempeño virtuoso acorde a su visión y misión empresaria. Los nuevos paradigmas impulsados por el avance tecnológico, la globalización y la innovación en los negocios no son un obstáculo para el desarrollo de la virtud, por el contrario, es una invitación para enriquecerla, es una oportunidad para renovar y cultivar los buenos hábitos dado que el hombre es y seguirá siendo ineludiblemente la razón de ser de toda actividad económica. 

domingo, 27 de abril de 2014

Una grata ocasión

Esta primer entrada coincide, y no por casualidad, con la canonización de Juan Pablo II y Juan XXIII. Elegí este día tan especial para agasajar la ceremonia concelebrada del Papa Francisco junto al Papa emérito Benedicto XVI, más allá de las especulaciones e interpretaciones que se puedan hacer sobre este día de “los cuatro papas”.

Mucho hay para destacar de las virtudes heroicas de estos santos, pero en esta oportunidad voy a resaltar solamente dos hechos personalísimos como así también dos de sus ricas encíclicas. Me estoy refiriendo a la convocatoria del Concilio Vaticano II por parte de Juan XXIII y al centenar de viajes a través del mundo realizados por Juan Pablo II, y en segundo término, a las encíclicas Pacem in terris y Fides et ratio escritas por estos pontífices respectivamente.
¿Por qué esta tan estrecha y arbitraria selección? Sencillamente porque allí puedo identificar y condensar en cierta medida los idearios que me impulsaron a caminar por este blog.

El Concilio Vaticano II impulsado por Juan XXIII y el mensaje cristiano anunciado incansablemente por Juan Pablo II a todos los habitantes del mundo hablan de una necesidad de diálogo, de una renovación y apertura de la Iglesia, de una marcada intención de compartir valores y principios tanto dentro como fuera de la comunidad católica.
Las encíclicas Pacem in terris y Fides et ratio expresan cada una a su manera la importancia de la armonía terrenal y espiritual. Como nos señala Juan XXIII, habitualmente no le dedicamos igual intensidad a la instrucción religiosa y a la instrucción profana y, por tal motivo, caemos en grandes contradicciones. Cuestionarnos a nosotros mismos, saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, es el principio de un antiguo camino de búsqueda que, como nos dice Juan Pablo II, caracterizan el recorrido de la existencia humana y desembocan en una ineludible interacción entre la Teología y la Filosofía.

El hombre es un "anfibio" que vive en la biosfera y en el mundo espiritual, nos recalca Toynbee, y en ese debate sobre qué mundo elige vivir, este prestigioso historiador nos indica que el hombre occidental ha honrado a San Francisco al renunciar a la herencia de los lucrativos negocios de su familia pero ha seguido el ejemplo de su padre Pietro Bernardone, el próspero mercader de telas.
Juan Pablo II y Juan XXIII nos han dejado grandes enseñanzas pero en particular hoy quiero exaltar una de ellas: el hombre puede vivir coherentemente en aquellos dos mundos y para ello debe vivir una fe fortalecida por el amor, una fe animada por el espíritu de comprensión y de convivencia humana, una fe ayudada y sostenida por la razón, una fe promotora de la paz, la justicia y la verdad, alejada de toda irracionalidad, una fe que se integre al diálogo ecuménico y que ingrese a la vez en un diálogo crítico tanto con el conocimiento científico como con el saber filosófico.

sábado, 1 de marzo de 2014

Bienvenidos

Les doy la bienvenida a todos los que llegan a este blog y espero que esta abstraída pero muy terrenal propuesta sea de su interés.
 
Para mí será como un “diario” no tan íntimo pero desde ya muy especial. Voy a compartir con ustedes algunas reflexiones y pensamientos, y en muchos casos lo voy hacer con la ayuda de un grupo de grandes amigos, amantes de la vida y la libertad, que ya experimentaron la aventura de este mundo y dejaron un enorme legado de sabiduría. También habrá otros grandes pensadores que se hallan entre nosotros y que serán convocados a este particular encuentro.

Dos importantes axiomas serán los que guíen este blog: el pensamiento crítico y la coherencia con la religión que profeso. Razón y fe, ellos serán los auténticos mapas de ruta que me acompañarán en esta peregrinación virtual.

Espero disfrutar este tiempo con ustedes y, nuevamente, sean todos bienvenidos a este blog.