El “milagro japonés” es uno de los clásicos ejemplos acerca de esta
tesis, y por supuesto, no es el único. Japón es una corroboración fáctica que
los recursos naturales no son suficientes ni necesarios para el progreso
económico. Pero no solamente eso: el caso japonés es también ejemplo de confianza
y compromiso. La ética japonesa, influenciada por el budismo y el confucionismo,
sin dudas facilitó su desarrollo económico pero el éxito de su sistema industrial
corporativo, tal como expresa Kenichi Ohmae en La mente del estratega, fue fruto de un acuerdo institucional
pragmático y en donde las personas fueron el auténtico centro de toda
organización.
Desde ya que es innegable la importancia que ejercen los recursos
naturales en la economía de un país y las ventajas comparativas que se pueden alcanzar
en un mundo que demanda cada vez más alimentos, pero no son ellos per se la
clave del desarrollo sino la forma y el modo que las personas administran los recursos
y cómo a partir de ellos se puede forjar una economía competitiva de alto valor
agregado.
Hablar de desarrollo implica mucho más que la posibilidad de un crecimiento
económico. El desarrollo revela la calidad de vida integral de sus habitantes y,
por lo tanto, alude no sólo a cuestiones básicas de poder adquisitivo sino que,
además, se refiere a los valores cualitativos que prevalecen en la comunidad tales
como la libertad de las personas, el respeto a la vida, la protección de los
derechos individuales, el reconocimiento de las capacidades humanas, la armonía
en las relaciones, la transparencia y la honestidad, la justicia, la educación,
la complementación de habilidades, la ayuda mutua, entre otros.
Todos esos valores son relevantes para el desarrollo económico pero como
nos dice Michael Porter (*), los valores culturales genéricos no
tienen una correlación inequívoca con el progreso económico dado que un mismo
atributo puede tener implicancias disímiles en sociedades diferentes o en distintos
momentos de una misma sociedad. Esta premisa es fundamental
para las valoraciones culturales porque nos previene de cualquier determinismo o de
aventuras sociales que atenten con el auténtico desarrollo.
Lo cierto es que los países desarrollados exhiben un nivel de riqueza
per cápita superior al resto y al mismo tiempo ostentan instituciones (y no por
obra de la casualidad) que resguardan valores fundamentales para fortalecer un
crecimiento perdurable en el tiempo. De manera inversa, aquellos países que no
logran instituir valores que potencien las iniciativas y las capacidades
humanas quedan confinados a la pobreza o manifiestan tensas y bruscas vacilaciones
degradando los valores que impulsan el desarrollo a la vez que postergan año
tras año el futuro de sus generaciones.
El caso argentino se ajusta a esta última
clasificación. Una muestra de la variación del PBI en los últimos 50 años
nos revela claramente los marcados altibajos de la actividad económica reflejando las
sucesivas crisis experimentadas incluso con períodos de altos niveles de
violencia.
Un sistema cultural equilibrado y
superador no sólo posibilita encausar un desarrollo económico que abrigue los
más cálidos y trascendentes valores de pertenencia, sino que además mitiga el
riesgo de inversión, retroalimentando las posibilidades de progreso.
El riesgo, según la definición de la Real Academia Española, es la “contingencia
o proximidad de un daño”, y no hay mayor posibilidad de percibir ese perjuicio que
en un contexto de volatilidad. Sin extendernos a una teoría de probabilidades,
la incertidumbre que generan las oscilaciones en la economía de un país, a
priori intimida el compromiso de inversión genuina a largo plazo dado los
riesgos sistémicos derivados de dicho contexto, dando lugar tan sólo a negocios
efímeros y especulativos.Mientras sigan existiendo las fronteras, cultivar un sistema de valores que promueva el desarrollo de las personas sigue siendo el gran desafío de las naciones en un mundo heterogéneo y multicultural dominado por la tecnología, internet y las redes sociales. Lograr un sostenido crecimiento en la economía es primordial para arribar al desarrollo económico pero pretender alcanzarlo sin un entorno cultural que afiance las instituciones hacia un salto cualitativo de la sociedad parece, al menos, muy arriesgado y de nocivas consecuencias.
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(*) Michael
Porter: Actitudes, valores, creencias y
la microeconomía de la prosperidad. Ensayo publicado en “La cultura es lo que importa”. Editorial Planeta (2001).