Mucho hay para
destacar de las virtudes heroicas de estos santos, pero en esta oportunidad voy a resaltar
solamente dos hechos personalísimos como así también dos de sus ricas encíclicas.
Me estoy refiriendo a la convocatoria del Concilio Vaticano II por parte de
Juan XXIII y al centenar de viajes a través del mundo realizados por Juan Pablo II, y
en segundo término, a las encíclicas Pacem in terris y Fides et ratio escritas por estos
pontífices respectivamente.
¿Por qué esta tan
estrecha y arbitraria selección? Sencillamente porque allí puedo
identificar y condensar en cierta medida los idearios que me impulsaron a
caminar por este blog.
El Concilio Vaticano
II impulsado por Juan XXIII y el mensaje cristiano anunciado incansablemente por Juan Pablo II a todos los habitantes del mundo hablan de una necesidad de diálogo, de una renovación y apertura
de la Iglesia, de una marcada intención de compartir valores y principios tanto
dentro como fuera de la comunidad católica.
Las encíclicas Pacem in terris y Fides et ratio expresan cada una a su manera la importancia de la armonía
terrenal y espiritual. Como nos señala Juan XXIII, habitualmente no le dedicamos
igual intensidad a la instrucción religiosa y a la instrucción profana y, por
tal motivo, caemos en grandes contradicciones. Cuestionarnos a nosotros mismos,
saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, es el principio de un
antiguo camino de búsqueda que, como nos dice Juan Pablo II, caracterizan el
recorrido de la existencia humana y desembocan en una ineludible interacción
entre la Teología y la Filosofía.
El hombre es un "anfibio"
que vive en la biosfera y en el mundo espiritual, nos recalca Toynbee, y en ese
debate sobre qué mundo elige vivir, este prestigioso historiador nos indica que
el hombre occidental ha honrado a San Francisco al renunciar a la herencia de
los lucrativos negocios de su familia pero ha seguido el ejemplo de su padre
Pietro Bernardone, el próspero mercader de telas.
Juan Pablo II y Juan XXIII nos han dejado grandes enseñanzas pero en
particular hoy quiero exaltar una de ellas: el hombre puede vivir coherentemente
en aquellos dos mundos y para ello debe vivir una fe fortalecida por el amor, una
fe animada por el espíritu de comprensión y de convivencia humana, una fe ayudada
y sostenida por la razón, una fe promotora de la paz, la justicia y la verdad, alejada
de toda irracionalidad, una fe que se integre al diálogo ecuménico y que
ingrese a la vez en un diálogo crítico tanto con el conocimiento científico
como con el saber filosófico.