sábado, 6 de junio de 2015

Libertad económica, un manantial de oportunidades

Si la economía es el estudio de la creación de recursos para satisfacer las necesidades humanas, no debería ser intrascendente el ambiente en el cual se desentraña ese proceso de generación de riqueza como así tampoco la calidad de vida de los habitantes que contribuyen a ese vital objetivo.

Es por ello que el papel del Estado y su marco jurídico es fundamental a la hora de considerar el desarrollo económico de un país, sin embargo no podemos desconocer que ese grado de desarrollo está proporcionado no sólo por el desempeño de las funciones públicas sino esencialmente por la competitividad de sus empresas dado que son ellas y no las naciones las que por cierto compiten estratégicamente en los distintos mercados, como bien señala Michael Porter en su célebre libro La ventaja competitiva de las naciones en el cual analiza el auge y el éxito de los países líderes.

En línea con esta premisa, el “World Economic Forum” viene divulgando desde hace más de tres décadas un informe acerca de la competitividad mundial desglosado en los diferentes países. Dicho informe se fundamenta en distintos pilares e indicadores claves tales como: calidad institucional, respeto de los derechos de propiedad, independencia de la justicia, seguridad y transparencia del gobierno y de las empresas; calidad de la infraestructura, transporte y energía; contexto macroeconómico (inflación, endeudamiento público, disciplina fiscal); calidad de la salud y la educación; eficiencia en el mercado de bienes a través de leyes anti monopólicas, posibilidad de desarrollo de nuevos negocios y apertura del comercio exterior; eficiencia del mercado laboral; desarrollo del mercado financiero; disponibilidad tecnológica; tamaño del mercado tanto doméstico como externo; sofisticación en los negocios y grado de innovación, I+D y protección de la propiedad intelectual.

Ahora bien, ¿cuál es el mejor ambiente para desarrollar esa competitividad? Decimos “mejor” dado que a pesar del sublime esfuerzo de la ciencia en el progreso de las relaciones humanas, no hay sistema perfecto entre nosotros sino continuas hipótesis que desafían a la ignorancia humana. Y entre esas hipótesis hallamos al centro de investigación norteamericano “The Heritage Foundation” quien promueve los principios de la libre empresa, el gobierno limitado y la libertad individual. Para este centro la libertad económica no sólo promueve la prosperidad humana sino que además es el antídoto contra la pobreza. Sus estudios vienen demostrando que a medida que la economía mundial se ha movido a lo largo de las últimas décadas en una mayor libertad económica a sus habitantes, el PBI mundial ha aumentado cerca del 70% reduciéndose el índice de la pobreza mundial nada menos que a la mitad. Asimismo sus estudios destacan que la mayor libertad económica se traduce no sólo en una reducción de la pobreza sino también en un mayor rendimiento tanto en el crecimiento económico como en el ingreso per cápita, la atención médica, la educación, la protección del medio ambiente y el bienestar general.

A partir de ambos estudios podemos vincular y reordenar los rankings por países y de esta manera constatar que en general aquellos países con mayor libertad económica son también los más competitivos y viceversa. Esta correlación podemos graficarla de la siguiente manera:
 


Fuente: elaboración propia en base a The Heritage Foundation y
World Economic Forum 
 
La palabra libertad es un término policromático cuya hermenéutica comprende un abanico de expresiones, algunas de ellas contrarias entre sí, y que ha variado a largo de la historia. No obstante ello, y a los efectos de este análisis, podemos acudir a los Dos conceptos de libertad esgrimidos por el filósofo Isaiah Berlin en 1958. Para él existe una libertad “positiva” relacionada a la voluntad, a la autorrealización, al ámbito personal, a la libertad para efectuar algo, distinguiéndola de la libertad “negativa” vinculada a la acción externa, a la ausencia de coacción o intervención por parte de otros, esto es la libertad de alguien para actuar. Si bien ambas libertades son complementarias y deberían armonizarse, eso no quita sin embargo que pueda haber conflicto entre ellas.

Siguiendo los conceptos de Berlin, podemos advertir entonces que la libertad económica pertenece a la libertad negativa siendo la más controvertida de ambas libertades dado su incumbencia social. Para los creyentes cristianos (y para otras creencias religiosas) los recursos materiales son un medio para alcanzar el bien y no un bien en sí mismo; el hombre está de paso en este mundo y la santidad es su fin último por encima de todas las ganancias temporales que pueda ser capaz de usufructuar. Pero este presupuesto no implica que la libertad económica sea un obstáculo ni una contradicción a la moral cristiana porque no es ella sino el hombre quien es responsable de sus acciones, es quien coordina sus actividades y coopera con sus semejantes. Es por ello que la libertad económica puede ser un genuino entorno para alcanzar objetivos materiales y a la vez para cultivar las virtudes humanas desplegando el encuentro comunitario que nos encamine a una trascendencia espiritual orientada a la gloria de Dios.

Si para los no creyentes los bienes materiales son un fin en sí mismo como consecuencia de su obligación natural de subsistencia, la libertad negativa debería ser para ellos la forma por la cual se evita la sumisión humana, sería el requisito que impide la dominación y la servidumbre, acciones despreciables que alteran aquella finalidad teleológica. Es por ello que podemos afirmar que el hombre es libre cuando puede producir y enriquecerse honradamente por sus propios medios a través de la relación que estrecha con los demás, siendo así la libertad económica el puntal antropológico que fomenta el encuentro, la paz y el respeto entre las personas y por qué no entre los pueblos.

Sea cual fuese entonces el fin del hombre, la libertad económica nos lleva a fomentar la creatividad, a desarrollar el espíritu emprendedor como base de todo progreso, a estimular la inversión y la creación de empleo basado en las capacidades y talentos, en la idoneidad para competir. ¿Qué sería hoy del hombre si no hubiese salido de las cavernas, si no hubiese asumido el riesgo de innovar, si no hubiese accedido al impulso de superación? El ejercicio de la libertad es en sí mismo una valoración de la persona, es una afirmación de su dignidad que redime su proyecto de vida en lugar de resignarse a la coerción manipuladora de los gobiernos o de minorías privilegiadas.

La libertad económica por lo tanto implica necesariamente la limitación del poder y no poder para limitar las libertades. Así, la libertad económica se convierte en un multiplicador de posibilidades para mejorar la calidad de vida de las personas, se transforma en un impulsor de descubrimientos competitivos, en un verdadero manantial de oportunidades, de tantas oportunidades como personas libres y de buena voluntad haya en este mundo en el cual cada uno de nosotros damos testimonio de nuestra perecedera pero muy valiosa existencia.
 

domingo, 12 de abril de 2015

Escasez: las ciencias sociales y el paraíso perdido

Aunque sea un absurdo recordarlo, el hombre sobrelleva su exigua vida a través de una esencial restricción: la escasez.

La producción de bienes y servicios es un objetivo primario en la vida del hombre y tal como señala Mirabella en sus Fundamentos de Filosofía Económica, la economía existe porque el hombre es indigente desde que nace hasta que muere, motivo por el cual requiere gobernar el mundo natural tanto para su seguridad física como para su subsistencia biológica.

El hombre reside en un mundo limitado, y su indigencia se anida en sus propios deseos y necesidades dado que éstos serán siempre mayores a los recursos que dispone. Esta es precisamente la ley y premisa fundamental de la ciencia económica: la escasez como atributo de la naturaleza humana.

De igual modo, al hombre se le presenta la escasez del conocimiento, esto es, una indomable ignorancia que lo cortejará hasta el final de su vida. Será la ciencia, por cierto, la encargada de ir corriendo el velo de esa incapacidad humana aunque ésta supone una premisa imposible de prescindir: los límites de esa ciencia no son otros que los propios límites del ser humano, ergo, carecer de verdades completas y absolutas parece ser una barrera infranqueable.

Como resultado de esa ignorancia, el hombre convive con la incertidumbre. Las acciones humanas constituyen, de suyo, acciones falibles cuyas consecuencias desordenas en la sociedad amplifican su complejidad y restringen su predicción. Esta limitación es denominada por Nassim Taleb en El cisne negro como la “ceguera ante el futuro” y es la que impide predecir aquellos sucesos “improbables” basados en la “estructura de lo aleatorio en la realidad empírica”.

La incertidumbre es propia de las ciencias sociales y a diferencia de las ciencias naturales y las ciencias exactas, en el mundo económico no hay certezas siendo la incertidumbre la “savia” que recorre los negocios, pero a su vez un generador de valor por excelencia porque como nos dice Shackle en Epistémica y Economía, el secreto del éxito es la “novedad” que por definición es algo que no se conoce, ella es justamente una revelación al conocimiento.

Es por ello que la incertidumbre por sí misma no detiene la acción del hombre, por el contrario, la humanidad ha avanzado merced a la exaltación de la libertad y la de su propio designo afrontando el futuro desconocido como un reto a la esperanza.

Esta opción por la libertad exige al hombre asumir riesgos que se manifiestan a través de los precios los cuales comunican la escasez y la relación de intercambio que surge de ella. Friedrich Hayek en uno de sus ensayos medulares acerca del mercado, The use of knowledge in society, nos advierte que a través de los precios se capta y se comunica el “conocimiento disperso” distribuido en la sociedad, ya que ese conocimiento no está “dado” ni puede estar en la mente de alguien en su totalidad.

Progresar no es administrar la escasez sino generar riqueza a través de nuevos conocimientos, que en términos de Hayek, es un  “proceso de descubrimiento”  y la capacidad de adaptación a lo desconocido constituye la clave de ese proceso evolutivo.

Como vemos, si el hombre fuese omnipotente o compartiera el reinado de un dios, estas dificultades estarían ausentes en la vida humana. En la tradición judeo-cristiana (de forma similar sucede en otras religiones), ello se ve reflejado en la figura bíblica del Edén: mientras el hombre participaba del árbol de la vida y contemplaba el árbol del conocimiento, todo era para él un jardín de abundancia. Al ser excluido de ese paraíso por comer del segundo árbol, afloró la escasez en su vida y colocó al hombre en el drama de discernir y de padecer el sufrimiento.

La pobreza es hija de la escasez material como lo es la ignorancia de la escasez de conocimiento, pero ambas se pueden mitigar a través de un mismo medio: la cooperación de las personas. El hombre por su linaje no es autosuficiente, acude a vivir en sociedad para superar esas necesidades materiales e intelectuales, como así también para cultivar su vida espiritual y moral en relación a sus semejantes; y bajo este concepto de sociabilidad representado por las personas que se unen para un fin común a todos ellos, es de donde emerge la noción de “bien común”.

A diferencia de los animales, el hombre cuenta con capacidad creadora, pero es en un marco de libertad de acción y de respeto a las individualidades en donde prospera ese concepto fundamental de unión humana. Como lo explica Maritain, el bien común no es la colección de bienes privados ni tampoco el bien de un todo que sacrifica las partes, por el contrario, el bien debe ser común al todo y a las partes sobre las cuales se difunde y se benefician.

Así pues, podríamos finalizar diciendo que la escasez no es sinónimo de pobreza sino una provocación innata al progreso, un llamado a la generación incesante de conocimiento, una convocatoria a la creación responsable de riqueza a partir de valores y fines comunes al ser humano.

sábado, 21 de febrero de 2015

La estrecha relación entre ética y libertad

Cuando hablamos de ética nos estamos refiriendo a la filosofía de la “moral”, palabra derivada del latín moralis cuyo significado etimológico se refiere a las costumbres o formas de comportamiento de una persona o de un pueblo en general. De esta manera, podemos decir que la ética se plantea cuestiones morales de la acción humana y serán ellas entonces el objetivo de las próximas líneas.

En su Ética Nicomaquea Aristóteles resalta la “virtud” como el mayor de los bienes y lo relaciona tanto con la moral como con la inteligencia. Para él las virtudes son actos voluntarios, son hábitos selectivos que determinan al hombre prudente. Según Aristóteles  estas virtudes no nacen en nosotros sino que siendo capaces de recibirlas, las podemos perfeccionar a través de la costumbre.

Es así que las virtudes nos aproximan al sentido de la ética, palabra también derivada del latín ethicus y que significa precisamente costumbre o hábito, ambos conceptos ceñidos directamente a la moral.

Pero Aristóteles no se detiene allí y nos dice a su vez que la actividad conforme a la virtud más alta es la “felicidad” advirtiéndonos al mismo tiempo que el hombre bueno forzosamente tiene que amarse a sí mismo para practicar bellas acciones que sirven para su propio provecho y para los demás.

De esta manera Aristóteles parte de una ética de la virtud para dar paso luego a una ética cuya semilla “utilitarista” sería germinada más tarde y con notoria repercusión a través de la posición de John Stuart Mill. Este filósofo del siglo XIX, basado en la tradición inglesa y fundamentalmente en Jeremy Bentham, manifestaba en su célebre obra El Utilitarismo que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la “felicidad” e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario.

Para Mill el placer y la exención de dolor son las únicas cosas que son deseables como fines y dado que las teorías de los últimos fines no son susceptibles de pruebas, Mill apela en su explicación a los llamados fines prácticos. Para él, preguntarse por los fines significa preguntarse por las cosas deseables, y la respuesta a ello es la felicidad, todo lo demás es deseable sólo como medios para ese fin, y esa felicidad no es sólo la mayor felicidad del propio agente, sino que se refiere a la mayor cantidad de felicidad general.

Para Kant, en cambio, los fundamentos morales no surgen de las virtudes (lo más elevado de la “razón práctica finita”) ni de cantidades de felicidad sino en aquellas conductas éticas de validez “universal”, las cuales no pueden ser “a posteriori” dado que de la experiencia no surgen principios generales y, por tal motivo, deben ser “a priori” para impartir una ley fundamental de la “razón práctica pura”, esto es: “obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal”.

Ahora bien, si entran en conflicto los intereses colectivos y los intereses particulares, ¿cuál sería la decisión correcta que deberíamos tomar?

Para Rousseau esa cuestión se resuelve en un abstracto “contrato social” a través del cual el hombre entrega su autonomía a la “voluntad general”, una supuesta liberación que implica sumisión a una mayoría. Pero ¿es legítimo establecer arbitrariamente criterios morales absolutos? ¿Cuál sería entonces el camino ético a seguir?

Sin dudas, este es un interrogante abierto y que hemos arribado a él luego de recorrer las cuatro corrientes éticas clásicas más significativas y representadas por sus máximos exponentes: la ética de la virtud, la ética utilitarista, la ética deontológica y la ética contractualista. Al igual que otras posiciones, ninguna de ellas nos lleva a un final moralmente concluyente ni determinante dado que como nos manifiesta Maritain, la moral (como la economía, la política, el derecho) es por naturaleza una ciencia de orden práctico, vale decir, un conocimiento que surge de las acciones y las valoraciones del hombre.

Llegado a este punto daremos paso a la dilucidación que Von Mises ha consagrado en su obra magna La Acción Humana y que dio impulso y desarrollo a la llamada “praxeología”. Para Mises la acción humana es una “conducta consciente”, es una “voluntad transformada en actuación” con “precisos fines y objetivos”, que implican siempre “preferir y renunciar”. Así, la acción humana es la conducta deliberada de “sustituir un estado menos satisfactorio por otro mejor”.

Esta conceptualización misiana de asignar medios escasos para alcanzar fines precisos que mejoren nuestro estado de satisfacción, es propia de la naturaleza humana e implica una necesaria libertad y una categoría apriorística de la razón acerca de las causas que puedan provocar esos cambios buscados y deseados. Es por ello que la acción humana conlleva una escala de valores cuya jerarquización es propia de cada persona y por tal motivo no son aplicables ni siquiera datos matemáticos empíricos del pasado para explicar los comportamientos futuros de los seres humanos.

Las acciones humanas no son asimilables a las leyes físicas ni responden a cuestiones mecanicistas, en estas acciones no hay regularidades análogas a las ciencias naturales. Por el contrario, el libre albedrío incorpora una diversidad de percepciones y expectativas en función a las propias voluntades y capacidades que le otorgan a las ciencias humanas y a las ciencias sociales en general, un estatus científico de relativa rigurosidad predictiva.

Es por ello que toda tentativa de abordar un dominio científico de las acciones humanas, significaría en términos popperianos una “ingeniería social” cuyo historicismo determinista desconocería al factor humano como un “elemento incierto y voluble por excelencia”, y en última instancia cualquier intento de controlar el comportamiento humano desemboca en una fracasada tiranía.

Ocuparse de la ética entonces significa asumir previa y cabalmente el derecho a la libertad dado que sin ella no hay acción humana voluntaria y en consecuencia no hay acción que merezca consideración ética alguna.

martes, 16 de diciembre de 2014

RSE II: un desafío para la libre empresa

Cuando se habla de RSE en la libre empresa se acude inmediatamente a la resonante exhortación que hiciera Milton Friedman en The New York Times Magazine en 1970 reiterando los conceptos que ya había vertido en su libro Capitalism and Freedom (1961). Allí Friedman afirmó que en una sociedad libre existe solamente una responsabilidad social para la empresa: incrementar sus beneficios dentro de las reglas de juego, es decir, dentro de una competencia abierta y libre, sin engaño o fraude. Estos mismos conceptos fueron compartidos por Hayek a través de razonamientos semejantes y en forma explícita en sus  Estudios de Filosofía, Política y Economía (1967).

Ahora bien, la libertad es el camino virtuoso de la ética a través de la cual las personas (y las empresas) se unen voluntariamente en sociedad para coordinar sus acciones individuales y multiplicar su capacidad creadora frente a la escasez propia de la condición humana. De esta manera podemos decir que la libre empresa le debe a esa libertad toda su responsabilidad: a mayor libertad le corresponde mayor responsabilidad y viceversa, a menor libertad menor responsabilidad dado que la restricción de la acción humana reprime la posibilidad de forjar su dignidad y su propio destino.

Por lo tanto, si la libertad y la responsabilidad son dos caras de la misma moneda, cabe preguntarse entonces si realmente el interés propio y la maximización de los beneficios es un impedimento, o no, para  el comportamiento altruista y la cooperación social.

Para Hayek, en línea con el liberalismo clásico de la escuela escocesa, el interés propio es el motor de las acciones humanas y a su vez el imperativo moral por medio del cual la libre empresa puede potenciar el beneficio del conjunto en un mercado concebido como un proceso de “orden espontáneo” y en el cual se comunican “conocimientos dispersos” a través de los precios de intercambio, de modo tal que cada actor pueda adaptar libremente su proyecto particular al conjunto y alcanzar de esa forma un orden global de mayor extensión.

Es el mismo Hayek quien se encarga de aclarar a su vez que esta concepción individualista no da lugar al inequívoco uso de la palabra “social” vacía de significado y cuyo empleo a menudo se utiliza, según él, para “ocultar aspiraciones que ciertamente nada tienen que ver con el interés común” asumiendo así la sociedad una “entidad colectiva pensante con aspiraciones propias, diferentes de las de los individuos que la integran”. Es por eso que Hayek se reserva la calificación de social solamente “en el sentido de algo que la propia sociedad ha creado de manera espontánea”, esto es, “fuerzas coordinadoras que resultan ser fruto de las actividades independientes del individuo en la comunidad”, vale decir, no están originadas en la voluntad de un legislador o de un gobierno sino de las acciones humanas individuales no intencionadas como conjunto.

Llegado a este punto parece difícil compatibilizar el proceso espontáneo con una cooperación entre los agentes dado que el consenso suele llevar a una posición constructivista alejada del interés propio. Sin embargo, y aunque esa cooperación no otorgue un beneficio “óptimo” a las partes, es igualmente una alternativa legítima ante los males mayores que ocasionan las acciones egoístas. Es por ello que la cooperación refleja intrínsecamente la problemática que comúnmente se denomina como “el dilema del prisionero” o “teoría de los juegos”. Si dos agentes buscan solamente su propio interés, es muy probable que los resultados finales a los que arriben sean inferiores a los resultados que se pueden obtener a través de la mutua cooperación, y de allí la justificación de un consenso. De todas formas, para Hayek no hay contradicción entre competencia y cooperación, entre grupos organizados y no organizados, porque para él el argumento de la libertad no es el argumento contra la organización sino que es el argumento contra la exclusión, los privilegios, los monopolios y contra el uso de la coacción que impidan que otros lo hagan mejor.
 
Si en la libre empresa entonces la cooperación es una opción válida y razonable de creación de valor en beneficio propio, cabe finalmente formularnos la siguiente cuestión: ¿es posible alcanzar una cooperación social “altruista” bajo las acciones individuales de la libre empresa, o dicha cooperación queda reservada a las acciones constructivistas o colectivistas?

Para responder esta pregunta acudiremos al aporte de Karl Popper quien en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945) y en base a los conceptos que ya había aludido en una conferencia titulada Hombre moral y sociedad inmoral (1940), elabora esta simple pero elocuente tabla de conceptos opuestos que transcribimos a continuación:

(a) Individualismo
es lo contrario de
(a’) Colectivismo
(b) Egoísmo
es lo contrario de
(b’) Altruismo

La idea central de Popper es defender la libertad, es decir una sociedad abierta en rechazo a sus enemigos, esto es las ideas totalitarias derivadas del historicismo marxista y del holismo platónico. Con este sencillo ejemplo no sólo diferencia el individualismo del egoísmo sino que además demuestra que el egoísmo no es propio solamente del individualismo, y es así que rechaza la idea platónica de un egoísmo colectivo de sacrificar los intereses propios en aras de los intereses de todos, argumentando por el contrario la posibilidad de un altruismo individualista que para Popper es la base de la civilización occidental, dado que no sólo “constituye la doctrina central del cristianismo (‘ama a tu prójimo’ dicen las escrituras, y no ‘a tu tribu’) y el corazón de todas las doctrinas éticas originadas en el seno de nuestra civilización” sino que además constituye la doctrina práctica de Kant: “reconocer siempre que los individuos humanos son fines en sí mismos y no utilizarlos como meros medios para conseguir determinados fines”.

Tomando estos conceptos podemos enlazar la libre empresa con las prácticas de RSE y a través de un cuadro de doble entrada, conseguiremos situar ese vínculo claramente en un solo cuadrante:


Por su dimensión “social”, las prácticas de RSE responden a una posición colectivista pero por el interés propio y el ánimo de lucro que conlleva la libre empresa coloca a dichas prácticas dentro del individualismo metodológico con el reto de concretar resultados a través de una meta altruista inducida por la cooperación social. El desafío ahora es saber si esta concepción de la RSE genera realmente valor para los accionistas o es solamente un costo a modo de una “licencia para operar”.
 
Si la respuesta es esta última opción, la RSE se estaría transformando en un gravamen social generando no sólo una doble imposición fiscal sino además una transformación colectivista de la misión empresaria avasallando los derechos de propiedad. Si por el contrario, la RSE es una elección razonable como fuente de valor para la libre empresa y cuya trascendencia potencia su reputación y sus resultados a largo plazo, podríamos decir entonces que no sólo existe compatibilidad entre la libre empresa y las prácticas de RSE sino que además dichas prácticas responsables son la guía necesaria para recorrer el camino virtuoso de la ética y que, como dijimos al inicio, emerge de la misma libertad.
 

sábado, 11 de octubre de 2014

RSE: una “nueva demanda”

Cada vez más los consumidores se interesan por la gestión de las empresas y en conocer su vínculo con la sociedad. No sólo le basta familiarizarse con sus productos y servicios sino que además quieren saber en el “cómo” lo hacen, se interesan en el cuidado que tienen del medio ambiente, el trato hacia sus empleados y la forma en que obtienen su rentabilidad.

No es casual esta “nueva demanda” de los consumidores. Una amplia lista de resonantes casos a lo largo de la historia, especialmente en las últimas décadas, ha salpicado la reputación de grandes empresas dejando al resto expuestas a la sospecha. Han sido casos de alto impacto que han quebrado la confianza de la sociedad, y al parecer han invertido la carga de la prueba, alterando aquel viejo aforismo jurídico que formula: "lo normal se presume, lo anormal se prueba". Si lo normal es ser responsable, ¿por qué entonces las empresas deben esforzarse en probar que lo son tomando acciones que pueden distanciarse del fundamento de su negocio?

A partir de este cuestionamiento, surge una pregunta esencial para la libre empresa: ¿las prácticas de Responsabilidad Social Empresaria (RSE) deben formar parte de sus costos operacionales o pueden contribuir a la generación de valor para sus accionistas?

Habitualmente la RSE es vinculada al concepto de los “stakeholders” lo cual es una verdadera contradicción no sólo con los derechos de propiedad de esos hipotéticos intereses colectivos sino también con su consecuente participación en el gobierno de la empresa. No nos vamos a detener en el origen y evolución del concepto de la RSE, sino que solamente nos focalizaremos en aquel interrogante para poder armonizar la noción de RSE con la libre empresa sustentada en la teoría de los “shareholders”, esto es en la creación de valor para el accionista.
Si bien esta relación entre RSE y “shareholders” en apariencia resultan contradictorios, lo cierto es que la RSE permite agregar valor a la libe empresa dado que, entre otros beneficios, puede contribuir a reducir el riesgo corporativo, mejorar la coordinación de los distintos intereses a través de las buenas prácticas, facilitar el acceso a mayores fuentes de financiación y fomentar una cultura favorable para el desarrollo y la liberación de las capacidades humanas que atiendan estratégicamente las necesidades de los clientes, la comunidad y su hábitat.
Todos estos beneficios se pueden resumir en un solo término: “reputación”, y es aquí en donde la RSE toma la verdadera dimensión alineada a la teoría de los “shareholders”. El capital reputacional de una empresa es el resultado final de todas sus acciones, no es una meta a seguir sino el corolario de su comportamiento, una consecuencia natural del buen desempeño. La reputación es un valor “intangible” percibido por los terceros y por la propia organización, y que genera valor a la empresa y a sus accionistas a lo largo del tiempo.
 
Pero ese activo intangible se fundamenta en un valor “tangible” que se despliega en toda la empresa y se refleja en sus balances a través de los beneficios que ella coherentemente reporta con su sello de fabricante o prestador de servicios, con su marca empleadora, con la aplicación de códigos de buen gobierno corporativo, con su ética ejemplar en los negocios y en su compromiso con el medio ambiente y la comunidad.

De este modo, y más allá de la dificultad que surge para medir dichos beneficios, el capital reputacional forjado por las prácticas de RSE no se ve contablemente en una línea del balance sino que se encuentra derramado en todos sus rubros a través de sus buenas prácticas, y se va incorporando en los ingresos y los gastos de la empresa a lo largo del desarrollo de su actividad. La empresa va generando así resultados que en parte son vertidos en el corto plazo como así también resultados sustentables que se irán confirmando en el tiempo, vale decir, son “resultados expectantes” que agregarán valor al accionista a largo plazo en la medida que exista congruencia entre aquellas prácticas que dice realizar y su verdadera reputación.

Esta distinción temporal de los resultados no es un dato menor sino que por el contrario es muy relevante dado que la continuidad a largo plazo se transforma en el “significado” de la empresa, esto es, le da “sentido” al valor de la compañía y, por lo tanto, la “responsabilidad” por sustentar dicho valor se convierte en un pilar fundamental para los accionistas y la empresa misma. Tal como lo explica Robert Nozick en sus Meditaciones sobre la vida, el valor involucra algo que está integrado dentro de sus propios límites mientras que el significado tiene alguna conexión más allá de esos límites, y es por ello que infundir significado a la vida es procurar trascender los límites de la vida individual.
En resumen, las prácticas de RSE no sólo agregan valor para el accionista alineado a los supuestos que sustentan a la libre empresa, sino que además le dan un “sentido” que trasciende la maximización de sus utilidades a corto plazo, porque nada impide que el interés propio impulsado por el espíritu empresarial se concilie con el comportamiento altruista y la cooperación social, todas ellas acciones propias y necesarias de la condición humana.

lunes, 18 de agosto de 2014

Cultura, economía y riesgo

Es tan rica como interesante la literatura acerca de la incidencia de los valores culturales en el desarrollo económico de un país. Para muchos autores, las costumbres, conductas, hábitos y creencias de sus habitantes son los que señalan el rumbo de una nación, es la cultura la que estimula el desarrollo hacia el bienestar y la prosperidad de sus miembros, es la que guía el camino de la unidad y una visión de proyecto compartido sostenible a largo plazo.

El “milagro japonés” es uno de los clásicos ejemplos acerca de esta tesis, y por supuesto, no es el único. Japón es una corroboración fáctica que los recursos naturales no son suficientes ni necesarios para el progreso económico. Pero no solamente eso: el caso japonés es también ejemplo de confianza y compromiso. La ética japonesa, influenciada por el budismo y el confucionismo, sin dudas facilitó su desarrollo económico pero el éxito de su sistema industrial corporativo, tal como expresa Kenichi Ohmae en La mente del estratega, fue fruto de un acuerdo institucional pragmático y en donde las personas fueron el auténtico centro de toda organización.
Desde ya que es innegable la importancia que ejercen los recursos naturales en la economía de un país y las ventajas comparativas que se pueden alcanzar en un mundo que demanda cada vez más alimentos, pero no son ellos per se la clave del desarrollo sino la forma y el modo que las personas administran los recursos y cómo a partir de ellos se puede forjar una economía competitiva de alto valor agregado. 

Hablar de desarrollo implica mucho más que la posibilidad de un crecimiento económico. El desarrollo revela la calidad de vida integral de sus habitantes y, por lo tanto, alude no sólo a cuestiones básicas de poder adquisitivo sino que, además, se refiere a los valores cualitativos que prevalecen en la comunidad tales como la libertad de las personas, el respeto a la vida, la protección de los derechos individuales, el reconocimiento de las capacidades humanas, la armonía en las relaciones, la transparencia y la honestidad, la justicia, la educación, la complementación de habilidades, la ayuda mutua, entre otros.
Todos esos valores son relevantes para el desarrollo económico pero como nos dice Michael Porter (*), los valores culturales genéricos no tienen una correlación inequívoca con el progreso económico dado que un mismo atributo puede tener implicancias disímiles en sociedades diferentes o en distintos momentos de una misma sociedad. Esta premisa es fundamental para las valoraciones culturales porque nos previene de cualquier determinismo o de aventuras sociales que atenten con el auténtico desarrollo.

Lo cierto es que los países desarrollados exhiben un nivel de riqueza per cápita superior al resto y al mismo tiempo ostentan instituciones (y no por obra de la casualidad) que resguardan valores fundamentales para fortalecer un crecimiento perdurable en el tiempo. De manera inversa, aquellos países que no logran instituir valores que potencien las iniciativas y las capacidades humanas quedan confinados a la pobreza o manifiestan tensas y bruscas vacilaciones degradando los valores que impulsan el desarrollo a la vez que postergan año tras año el futuro de sus generaciones.
El caso argentino se ajusta a esta última clasificación. Una muestra de la variación del PBI en los últimos 50 años nos revela claramente los marcados altibajos de la actividad económica reflejando las sucesivas crisis experimentadas incluso con períodos de altos niveles de violencia.

                   Fuente: Elaboración propia en base a datos del Banco Mundial






 
Un sistema cultural equilibrado y superador no sólo posibilita encausar un desarrollo económico que abrigue los más cálidos y trascendentes valores de pertenencia, sino que además mitiga el riesgo de inversión, retroalimentando las posibilidades de progreso.
El riesgo, según la definición de la Real Academia Española, es la “contingencia o proximidad de un daño”, y no hay mayor posibilidad de percibir ese perjuicio que en un contexto de volatilidad. Sin extendernos a una teoría de probabilidades, la incertidumbre que generan las oscilaciones en la economía de un país, a priori intimida el compromiso de inversión genuina a largo plazo dado los riesgos sistémicos derivados de dicho contexto, dando lugar tan sólo a negocios efímeros y especulativos.

Mientras sigan existiendo las fronteras, cultivar un sistema de valores que promueva el desarrollo de las personas sigue siendo el gran desafío de las naciones en un mundo heterogéneo y multicultural dominado por la tecnología, internet y las redes sociales. Lograr un sostenido crecimiento en la economía es primordial para arribar al desarrollo económico pero pretender alcanzarlo sin un entorno cultural que afiance las instituciones hacia un salto cualitativo de la sociedad parece, al menos, muy arriesgado y de nocivas consecuencias.
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(*) Michael Porter: Actitudes, valores, creencias y la microeconomía de la prosperidad. Ensayo publicado en “La cultura es lo que importa”. Editorial Planeta (2001).

domingo, 8 de junio de 2014

Nuevas tendencias… ¿nuevas virtudes?

Una de las tendencias que vienen experimentando las empresas en los últimos tiempos es su esfuerzo por desarrollar el denominado “capital humano” y cuyo eje principal es la creación de una cultura que apalanque los conocimientos y competencias de las personas como ventajas únicas y distintivas de las empresas.

Esta tendencia sobreviene además con un cambio generacional que promueve, casi sin proponérselo, una mayor tolerancia a la diversidad, el uso intensivo de la tecnología y un ambiente de trabajo caracterizado por las redes y las relaciones, acorde a las nuevas habilidades y pautas de vida desplegadas por los jóvenes.
Este cambio trascendental en una sociedad cada vez más abierta y volcada al conocimiento, ha vuelto a poner al ser humano en el centro de la escena, y las empresas deben hoy encontrar las propuestas de valor adecuadas para conciliar la vida laboral con la vida personal de sus empleados, asegurar un adecuado clima de trabajo, establecer vínculos de lealtad y compromiso, y motivar un alto desempeño a través de las mejores prácticas que generen valor sustentable para la compañía.
Las personas son la clave del éxito de las empresas, los altos rendimientos y su buena reputación son concretadas por las acciones de las personas que la conforman en función a los valores que comparten en la organización y, por lo tanto, la capacidad para coordinar sus aptitudes y talentos es un activo intangible fundamental para la continuidad de la empresa a largo plazo.
 
Sin dudas, estas cuestiones del hacer llevan implícitas un cómo, esto es, de qué manera actúan las personas y se relacionan entre ellas para lograr esos buenos resultados. Cada empresa tiene sus formas de hacer las cosas pero sería difícil pensar que ellas se puedan alcanzar con éxito sin el perfeccionamiento de las virtudes humanas por parte de sus directivos y de todo su personal.
 
Para Aristóteles, la virtud era el mayor de los bienes y ello estaba relacionado tanto con la moral como con la inteligencia. Para él las virtudes no eran innatas, no nacen en nosotros sino que siendo capaces de recibirlas, las perfeccionamos en nosotros a través de la costumbre. De esta manera, nos dice que la virtud es un acto voluntario, es un hábito selectivo, y que consiste en tomar una posición intermedia entre dos vicios, uno por exceso, otro por defecto.
Podríamos decir entonces que la virtud es una acción voluntaria regida por un hábito constante y firme orientado hace un bien, en contraposición al hábito vicioso. Ahora bien, ¿y cuáles son esas virtudes?. La cultura occidental ha heredado de la tradición griega las denominadas virtudes cardinales y sobre la cual giran todas las demás virtudes humanas, ellas son: la justicia (dar a cada uno lo que es suyo), la prudencia (discernir entre lo bueno y lo malo), la templanza (controlar el apetito concupiscible) y la fortaleza (regular las emociones).
Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus (una de las grandes contribuciones al pensamiento económico moderno de la Iglesia), además de hacer una elocuente reivindicación a la economía libre y al papel fundamental del mercado, destacó entre muchos otros aspectos la importancia de considerar a la empresa como una comunidad de hombres que buscan satisfacer sus necesidades fundamentales y en cuya comunidad están comprometidas importantes virtudes tales como la diligencia, la laboriosidad, la prudencia, la fiabilidad, la lealtad, la resolución de ánimo.
El desafío de las empresas es hacer realidad sus valores y para ello se necesita un desempeño virtuoso acorde a su visión y misión empresaria. Los nuevos paradigmas impulsados por el avance tecnológico, la globalización y la innovación en los negocios no son un obstáculo para el desarrollo de la virtud, por el contrario, es una invitación para enriquecerla, es una oportunidad para renovar y cultivar los buenos hábitos dado que el hombre es y seguirá siendo ineludiblemente la razón de ser de toda actividad económica.