La función
empresarial es tan amplia como compleja, motivo por el cual no es fácil
circunscribir el concepto de empresario; sus acciones están referidas tanto a
la propiedad intelectual del emprendimiento como a la inversión del capital, la dirección y
administración de la empresa. Es por ello que su función está íntimamente
relacionada a la teoría de la decisión cuyo ámbito interdisciplinario es el
pilar que caracteriza al mundo de los negocios.
Para acercar
una aproximación de dicho alcance podemos decir que sus funciones se extienden
desde la gestación del negocio hasta la coordinación de los recursos necesarios
para alcanzar su misión y objetivo estratégico, adaptarse a la evolución
cultural y tecnológica, maximizar las utilidades del capital invertido y hacer
de su negocio una verdadera comunidad de personas, sustentable en el tiempo y
cuyo sentido trascienda a la misma empresa, a quienes la conforman y a todo su
entorno económico, social y ambiental.
Como vemos el
empresario requiere cubrir de manera colectiva diferentes instancias del saber y del hacer, y cuyos
logros constituyen la clave del éxito y el progreso tanto de la empresa como de
la economía en la cual se desarrolla, y como señalábamos precedentemente ese
éxito comienza por uno de los roles más distintivos: su gestación, esto es su anhelo
de “emprender”. La libre empresa supone un empresario rico en ideas
y a la vez motivado por la acción, un empresario que lo anime el lucro pero
también el riesgo, un empresario inspirado en el cambio pero sin que lo inhibe
la posibilidad del fracaso.
De este
empresario emprendedor se desprende otro de sus atributos característicos: la
innovación. Uno de los primeros en destacar esta necesidad fue Joseph
Schumpeter quien en su obra Capitalismo,
socialismo y democracia considera al empresario como un rebelde del mercado
que busca permanentemente romper el equilibrio en un proceso de “destrucción
creativa”. Para Schumpeter toda empresa tiene que amoldarse a ese proceso para
sobrevivir el cual es un “proceso de mutación industrial” y que “revoluciona incesantemente
la estructura económica desde dentro, destruyendo ininterrumpidamente lo
antiguo y creando continuamente elementos nuevos”.
La gestión de la
innovación ha evolucionado a través de los años al ritmo de los cambios
tecnológicos y de las diferentes metodologías de implementación, siendo en la
era digital un atributo imprescindible para la creación de valor en las
empresas. Pero el cuestionamiento a la
posición de Schumpeter podríamos ubicarla en la concepción del mercado más que
en la naturaleza de la innovación, la cual hoy se haya estimulada además
por el apogeo de la creatividad a partir de los adelantos obtenidos en la neurociencia.
Israel
Kirzner, en su libro Creatividad,
capitalismo y justicia distributiva contrapone la función empresarial
schumpeteriana como desequilibrador del mercado para crear un concepto
diferente: el empresario “descubridor” de oportunidades de negocios en un
contexto de conocimiento disperso y que como tal ya se encuentra en
desequilibrio. Kirzner parte de los conceptos de Mises y Hayek acerca del
mercado y del cálculo económico basado en la incertidumbre del futuro; es ese riesgo la
fuente de las ganancias y pérdidas dado que si alguien pudiera anticipar el
futuro, no habría resultado alguno. Es por esa ignorancia
que el mercado es un “proceso de descubrimiento” y de esa forma el empresario
no es un desequilibrador del mercado como lo proponía Schumpeter sino que es un
equilibrador del conocimiento, y cuyos descubrimientos derivados de la competencia y la creatividad
humana generan derechos de propiedad fundamentados en la ética y en la
justicia.
El espíritu emprendedor,
la gestión de la innovación y el descubrimiento de nuevas oportunidades son así
los atributos intrínsecos de las empresas exitosas y los factores claves de
desarrollo para cualquier economía. Sin embargo, la capacidad de “coordinación”
es quizás la que sintetiza el logro de todas aquellas acciones. Existe un
sinfín de información e intereses pero es el empresario, y solamente él quien
puede mejor que nadie alcanzar la adecuada coordinación a través de una sana
competencia, no hay nadie que pueda reemplazar esta función, esta es una
responsabilidad exclusiva del empresario.
La
coordinación de intereses, recursos y talentos requiere ser desplegada a toda la organización y para ello no sólo es suficiente habilidad y capacidad de gestión sino también las cualidades
éticas y morales que guíen su acción. En la entrada RSE: una “nueva demanda” habíamos
resaltado la importancia del capital reputacional en los negocios, siendo éste
el resultado final de todas las acciones de la empresa, vale decir, una
consecuencia natural de su buen desempeño, sin prebendas ni privilegio alguno.
Asimismo, la
empresa y consecuentemente la responsabilidad del empresario en la economía y en la sociedad fue siempre una
referencia obligada de la doctrina social de la Iglesia dado que el fundamento
inmediato de esta doctrina es el hombre, su dignidad y su perfeccionamiento en el trabajo, en su
familia y en su vida espiritual. La cuestión social ha
estado presente desde León XIII con su encíclica Rerum Novarum hasta nuestros
días, y de una u otra forma el empresario ha tenido una exhortación especial a
través del cuidado de las relaciones laborales y su preocupación por el trabajo
humano.
En este
sentido Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus resaltó la importancia de “trabajar con otros y para
otros” como así también la nueva forma de propiedad vinculada al conocimiento, la
técnica y el saber: “Organizar ese esfuerzo productivo, programar su
duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las
necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es
también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más
evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y
el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte
esencial del mismo trabajo”. De esta manera, resalta sin rodeos la moderna economía de empresa la cual comporta para él aspectos positivos y cuya raíz es la libertad de la persona.
En el mundo
actual centrado en la conectividad, las redes sociales, la colaboración mutua,
la creación de vínculos y emociones, podemos concluir que hoy más que nunca la
función social del empresario es esencial y vital no sólo para la creación de riqueza
en las naciones sino también para el desarrollo cultural y humano de los
individuos que contribuyen a esa creación, en un contexto de cambio
generacional en donde los “nativos digitales” desplazarán con mayor celeridad el
eje de la nueva economía.