A mediados del mes pasado el Banco de Suecia galardonó con el Premio Nobel de Economía 2024 a los autores del libro Por qué fracasan los países, una de las obras más influyentes en las últimas décadas sobre el impacto de las instituciones en el desarrollo económico y el bienestar de las naciones. El premio también recayó sobre otro prestigioso economista que realizó investigaciones relacionadas sobre el mismo tema.
El Comité Nobel de la Real Academia Sueca de las Ciencias reconoció que el tema de investigación no era novedoso, pero destacaron que los premiados habían identificado evidencias acerca de la importancia de las instituciones en la brecha económica y el nivel de ingresos entre los países.
En dicho libro, Daron Acemoglu y James Robinson explican su teoría con múltiples ejemplos, y afirman que la prosperidad y la pobreza de los países están determinadas por los incentivos que crean sus propias sociedades. Para ello distinguen la adopción de dos tipos de instituciones: aquellas que son “inclusivas” fomentando a las personas que aporten sus habilidades a las actividades económicas ofreciéndoles seguridad jurídica para que aprovechen su talento y, por otro lado, aquellas instituciones que son “extractivas”, vale decir, extraen rentas y riquezas de gran parte de la sociedad para beneficiar a un subconjunto de personas que buscan consolidar su poder, desalentando el ahorro, la inversión y la iniciativa empresarial.
De esta manera, concluyen que las primeras instituciones motorizan la prosperidad de los países mientras que las segundas los arrastra a la pobreza, impidiéndoles emprender el camino hacia el crecimiento económico tal como sucede en muchos países de África, Sudamérica, Asia y Oriente Próximo. Es por ello que, para los autores, la pobreza no es un problema geográfico, ni cultural sino institucional, y sus distintas historias conducen a diferentes élites que conllevan un círculo vicioso con implicancias de empobrecimiento social que difieren solamente en su intensidad, pero exhiben a las instituciones extractivas como factor común.
Sin dudas, nuestro país sufre una enorme restricción institucional muy arraigado a lo largo de su historia. No podemos desconocer que el marco institucional argentino fue degradándose para caer en las tramas extractivas de aquellas instituciones que frenan el desarrollo, habiendo generado períodos de grandes frustraciones y violencia debilitando los pilares constitucionales de la República.
El tiempo nos atestiguará si verdaderamente comenzamos a recorrer una trasformación de las instituciones o es un ensayo que nos trae un nuevo “déjà vu”. Mientras tanto, el contexto internacional tampoco nos ayuda en esa dilucidación dado que estamos en presencia de una renovada polarización ideológica. La revolución tecnológica no trae consigo un manual ético de instrucciones, sino por el contrario, impera la anarquía y la descentralización en la información que, paradójicamente, contribuye a la creación de violentos antagonismos y a la concentración del poder en grandes corporaciones propias de las instituciones extractivas.
La pregunta que emerge es, pues, si ingresamos a una instancia de configuración institucional cuyo eje central ya no es el estado de derecho, sino la administración de ese capitalismo de plataforma que tiene como líderes a las megaempresas norteamericanas y, nada menos que, a China comunista de principios institucionales extractivos por definición pero desconcertadamente inclusiva en términos de prosperidad económica tras una civilización milenaria.
Este caso discordante renueva la controversia entre institucionalismo y culturalismo. Personalmente considero que la primacía de una corriente de pensamiento sobre la otra no debería ser mutuamente excluyente sino complementaria.
La esencia de la cultura es trascendental, en efecto, los valores que prevalecen en la sociedad moldean las instituciones y éstas a su vez refuerzan la eficacia de las primeras. De este modo, los valores y las instituciones van articulando el desarrollo económico protegiendo los derechos de propiedad y las libertades individuales, sin privilegios para nadie, creando las condiciones inclusivas para potenciar las capacidades humanas y brindar mayores oportunidades para todos.
En consecuencia, si la cultura es el motor del cambio, el primer y gran desafío que tenemos por delante consiste en examinar esos valores virtuosos que nos permitirán liberar las restricciones institucionales y alcanzar el bienestar general que soñaron los padres fundadores de nuestra patria.