En el mes
venidero se cumplirá un nuevo aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de
1948 luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y cuyo consenso global
se alcanzó recién en 1976 por medio del llamado Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales.
Tal como lo expresó Juan Pablo II en su Discurso a la XXXIV Asamblea de las Naciones Unidas en 1979, el documento de aquella célebre Declaración “es una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad”, porque allí se trata de crear una conciencia de la dignidad del hombre y definir algunos de sus derechos inalienables.
En este sentido es importante resaltar que tanto en el preámbulo como en el primer artículo de la Declaración se afirma la igualdad en la dignidad y en los derechos de toda la familia humana. Este reconocimiento es además trascendental al enfatizar la dignidad como “intrínseca” del ser humano, vale decir, en conformidad a su propia naturaleza. Esto significa, como tan bien lo señala Immanuel Kant en su Crítica de la razón práctica, que "la humanidad en su persona debe ser sagrada... solamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo". De manera similar lo manifiesta en su obra Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres subrayando asimismo que esa idea de humanidad como fin en sí mismo es un imperativo práctico para el obrar del hombre.
Esta concepción kantiana es esclarecedora, el hombre no es un medio; la instrumentalización de la persona lleva a su atroz deshumanización. El hombre es un fin en sí mismo y como tal debemos custodiar su vida desde su concepción y respetar su innata dignidad ontológica, esto es, por el sólo hecho de ser humano y más allá de si es consciente o no de ello. Este supremo respeto a la dignidad humana implica, por lo tanto, tratar al hombre como sujeto de derechos y obligaciones, y es la razón por la cual reposa sobre dicha dignidad el fundamento jurídico moderno.
En consecuencia, no es suficiente repudiar enérgicamente la violencia y el menosprecio a los derechos humanos, en especial, ante la barbarie de las persecuciones, guerras y genocidios que aún presenciamos en nuestros días. Es, asimismo, definitivamente necesario la configuración de liderazgos éticos tanto en el sector público como en el ámbito privado, para que todas las naciones del mundo puedan concretar una paz auténtica cimentada en la dignidad inherente al ser humano.
Esta advertencia fue claramente realizada también por Juan Pablo II en la XXXVI Jornada mundial de la paz (2003): “Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz”.
El respeto a la dignidad humana requiere de una ética en el ejercicio del poder que inspire la confianza en el hombre para conseguir su propio bien individual y cooperar en el bien común. El avance de la ciencia y la tecnología es sin dudas fundamental para el bienestar de la humanidad, pero su progreso no puede ser un fin en sí mismo sino un medio para el desarrollo integral de la persona humana y su pacífica convivencia.