Esta esperanza no es infundada. La posibilidad de un cambio de paradigma en nuestro país es un ideario que anhelo desde mi época de estudiante en la Universidad Católica Argentina en los inicios de la década de los '80.
Como explico en los comentarios vertidos en la versión web acerca de este blog, fue en esa institución académica en donde comencé a transitar por el camino de la libertad y la religión, un camino que para muchos puede ser filosóficamente incompatible, pero para mí sigue siendo un verdadero desafío intelectual y espiritual, y por qué no existencial.
Ese cambio esperanzador que albergan las convicciones occidentales de origen cristiano y propias del liberalismo clásico, requiere al menos de dos pilares fundamentales: la despersonalización del poder y un orden jurídico acorde al régimen republicano constitucional.
Es por ello que mi esperanza de una nueva Argentina no reposa en la mera asunción de un presidente libertario quien ha alcanzado su flamante gobierno a través de una campaña agresiva y muy controvertida, abrazando además una teoría utópica rothbardiana. Por el contrario, la esperanza se asienta en la contundente demanda de un cambio expresado en las urnas por gran parte de la sociedad, cansada de la opresión y la obscenidad política. La degradación cultural es muy preocupante, y el endémico desequilibrio fiscal que vulneran los derechos de propiedad frustran el destino nacional con desgarradores niveles de pobreza y otras similares consecuencias en la salud, educación y seguridad.
Luego de las fallidas políticas de los ’90 y el intento de un cambio gradual formulado durante la gestión del 2015/2019, renace ahora una nueva esperanza al cumplirse 40 años de la restauración democrática, y nada menos que a través de un clamor por la libertad, un genuino acto de rebeldía cívica que implica, por supuesto, un alto riesgo de gobernabilidad en la historia pendular argentina.
Esperemos que esta vez los ciudadanos en su conjunto, pero particularmente sus dirigentes, tomemos conciencia y aprendamos una lección primordial que nos brinda la cruda realidad: la reducción del gasto público, la privatización de las empresas estatales y la desregulación de los mercados es una condición necesaria pero no suficiente. Como ya lo hemos señalado, la limitación del poder y la garantía de las libertades individuales deben ir acompañadas de un sistema de valores que afiance las instituciones hacia un salto cualitativo de la sociedad, promoviendo la transparencia, el desarrollo virtuoso de las personas y la ética de la inclusión.
El desafío es enorme, transformar el Estado implica terminar con los privilegios y el abuso ejercido por élites dominantes a lo largo de muchas décadas. Como bien decía Ortega y Gasset en su gran obra La rebelión de las masas, “el liberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema generosidad […] es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra”.
Que Dios nos ilumine en esta Navidad tan especial que estamos por comenzar, y nos brinde el discernimiento y la fortaleza suficiente para emprender un cambio verdadero en paz, con justicia y en libertad.