El hombre
navega en un mar de incertidumbres y como tal nos insta a buscar respuestas
cambiantes y con final abierto; nunca llegaremos a una verdad absoluta que
apacigüe los complejos desafíos de la vida. Pero, ¿es la incertidumbre el único
inquisidor del hombre?
A pesar de su
infinita ignorancia, el hombre posee certezas. Siente, piensa, actúa... vive,
es una certeza cuyo realismo inteligible le permite llegar a esta verdad
superando cualquier debate epistemológico. El ser humano es ante todo un sujeto
que entiende y concibe el mundo en su mismo acto de ser, y está en él armonizar
libremente sus propias acciones e intereses con los de la comunidad para
mejorar su bienestar y la de sus semejantes. Pero ese ser en acto y en potencia
tendrá categóricamente un final. La muerte es también una cruda certeza que nos
da cuenta de la finitud de nuestro ser.
Así la
peregrinación humana va entre el nacer y el perecer, y durante ese desarrollo
el hombre le da sentido a su ser cuya potencialidad se conjuga con la permanente
amenaza de un final inconcluso derivado de los riesgos impredecibles de la
vida. A diferencia del animal, el hombre sabe cuál será su fin y ese es un
factor que inquieta la conciencia humana. La muerte se convierte así en otro
punto de inflexión para la razón: todo se termina a partir de ese trágico
momento… ¿o es a partir de allí que traspasamos a una vida sobrenatural puramente
espiritual o inmaterial?
En este sentido, para el cristianismo, el Nuevo Testamento somete al
hombre a una severa advertencia: “¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios.
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en
el Reino de Dios” (Mc 10.24-25). Esta frase parece desconcertante, ¿estamos
todos condenados a la pobreza para poder alcanzar la salvación? Por supuesto
que no: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo
es posible” (Mc 10.26-27). El éxito económico es así una barrera al Reino de
Dios si existe un desorden espiritual y una preferencia profana, dado que el
amor a Dios debe estar por encima de todas las cosas, y ese amor a Dios implica
su total supremacía respecto a cualquier materialismo, tanto científico como filosófico.
Pero la fe no se sustenta en base a una incuestionable prueba universal
sino que apela a la razón individual y a la más íntima convicción del hombre.
“De no ser por esta voz que tan claramente habla a mi conciencia y a mi corazón
cuando miro a este mundo, yo sería ateo, o panteísta, o politeísta” confiesa el
Cardenal Newman en su relato autobiográfico. Dios se revela al mundo a través
de su creación y por medio de su hijo, el Mesías, pero es el hombre quien debe
dar voluntaria y libremente su respuesta a ese llamado divino de salvación. La
noción de Dios es una experiencia absolutamente personal y como nos dice Jean
Guitton en Mi testamento filosófico
“conservar la fe es propio de un espíritu crítico”.
Aunque parezca una contradicción en los términos, la incertidumbre es tan cierta para el hombre como su propia existencia y muerte ulterior, debiendo sobrellevar la innata ignorancia que le depara su misteriosa naturaleza sin sucumbir por ello en la inquebrantable búsqueda de la verdad. Todos somos deudores de la vida, una vida que por las incertidumbres que conlleva nos puede resultar tan ingrata como angustiante, pero a la vez una oportunidad virtuosa y santificante al ser el hombre protagonista de los desafíos que el don de la vida le propone personalmente honrar para sí mismo y para el bien de los demás.