sábado, 9 de diciembre de 2017

Entre incertidumbres y certezas

Decíamos en el posteo “Escasez: las ciencias sociales y el paraíso perdido” que el hombre convive con la incertidumbre como resultado de su ignorancia. Karl Popper lo ha repetido en diferentes ocasiones y nos ha señalado que el avance de la ciencia no tiene fin, no tiene límites, porque esa ignorancia sencillamente es infinita. Esta proposición también lo ha manifestado en su autobiografía intelectual Búsqueda sin término, en donde incluso llega a decir que “nunca conoceremos aquello de lo que estamos hablando” porque cuando se propone una teoría hay una infinidad de enunciados imprevisibles que pertenecen al contenido informativo de la misma formulación teórica que se está realizando.

El hombre navega en un mar de incertidumbres y como tal nos insta a buscar respuestas cambiantes y con final abierto; nunca llegaremos a una verdad absoluta que apacigüe los complejos desafíos de la vida. Pero, ¿es la incertidumbre el único inquisidor del hombre?

A pesar de su infinita ignorancia, el hombre posee certezas. Siente, piensa, actúa... vive, es una certeza cuyo realismo inteligible le permite llegar a esta verdad superando cualquier debate epistemológico. El ser humano es ante todo un sujeto que entiende y concibe el mundo en su mismo acto de ser, y está en él armonizar libremente sus propias acciones e intereses con los de la comunidad para mejorar su bienestar y la de sus semejantes. Pero ese ser en acto y en potencia tendrá categóricamente un final. La muerte es también una cruda certeza que nos da cuenta de la finitud de nuestro ser.

Así la peregrinación humana va entre el nacer y el perecer, y durante ese desarrollo el hombre le da sentido a su ser cuya potencialidad se conjuga con la permanente amenaza de un final inconcluso derivado de los riesgos impredecibles de la vida. A diferencia del animal, el hombre sabe cuál será su fin y ese es un factor que inquieta la conciencia humana. La muerte se convierte así en otro punto de inflexión para la razón: todo se termina a partir de ese trágico momento… ¿o es a partir de allí que traspasamos a una vida sobrenatural puramente espiritual o inmaterial?

 
La rigurosa expiración de la vida y la posibilidad de un más allá le advierten sobre la necesidad de una profunda introspección de sus acciones. A quién le debe rendir culto el hombre, ¿al Dios eterno o a su propia felicidad temporal?, ¿debe cultivar la espiritualidad u optar por la concupiscencia? Este planteo nos conduce a una nueva paradoja existencial: la fe nos salva espiritualmente de la carga del tiempo y su desenlace final, pero precisamos de los bienes para superar las necesidades biológicas que nos demanda cotidianamente la esfera secular.

En este sentido, para el cristianismo, el Nuevo Testamento somete al hombre a una severa advertencia: “¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Mc 10.24-25). Esta frase parece desconcertante, ¿estamos todos condenados a la pobreza para poder alcanzar la salvación? Por supuesto que no: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible” (Mc 10.26-27). El éxito económico es así una barrera al Reino de Dios si existe un desorden espiritual y una preferencia profana, dado que el amor a Dios debe estar por encima de todas las cosas, y ese amor a Dios implica su total supremacía respecto a cualquier materialismo, tanto científico como filosófico.

Pero la fe no se sustenta en base a una incuestionable prueba universal sino que apela a la razón individual y a la más íntima convicción del hombre. “De no ser por esta voz que tan claramente habla a mi conciencia y a mi corazón cuando miro a este mundo, yo sería ateo, o panteísta, o politeísta” confiesa el Cardenal Newman en su relato autobiográfico. Dios se revela al mundo a través de su creación y por medio de su hijo, el Mesías, pero es el hombre quien debe dar voluntaria y libremente su respuesta a ese llamado divino de salvación. La noción de Dios es una experiencia absolutamente personal y como nos dice Jean Guitton en Mi testamento filosófico “conservar la fe es propio de un espíritu crítico”.
 
Aunque parezca una contradicción en los términos, la incertidumbre es tan cierta para el hombre como su propia existencia y muerte ulterior, debiendo sobrellevar la innata ignorancia que le depara su misteriosa naturaleza sin sucumbir por ello en la inquebrantable búsqueda de la verdad. Todos somos deudores de la vida, una vida que por las incertidumbres que conlleva nos puede resultar tan ingrata como angustiante, pero a la vez una oportunidad virtuosa y santificante al ser el hombre protagonista de los desafíos que el don de la vida le propone personalmente honrar para sí mismo y para el bien de los demás.