sábado, 21 de febrero de 2015

La estrecha relación entre ética y libertad

Cuando hablamos de ética nos estamos refiriendo a la filosofía de la “moral”, palabra derivada del latín moralis cuyo significado etimológico se refiere a las costumbres o formas de comportamiento de una persona o de un pueblo en general. De esta manera, podemos decir que la ética se plantea cuestiones morales de la acción humana y serán ellas entonces el objetivo de las próximas líneas.

En su Ética Nicomaquea Aristóteles resalta la “virtud” como el mayor de los bienes y lo relaciona tanto con la moral como con la inteligencia. Para él las virtudes son actos voluntarios, son hábitos selectivos que determinan al hombre prudente. Según Aristóteles  estas virtudes no nacen en nosotros sino que siendo capaces de recibirlas, las podemos perfeccionar a través de la costumbre.

Es así que las virtudes nos aproximan al sentido de la ética, palabra también derivada del latín ethicus y que significa precisamente costumbre o hábito, ambos conceptos ceñidos directamente a la moral.

Pero Aristóteles no se detiene allí y nos dice a su vez que la actividad conforme a la virtud más alta es la “felicidad” advirtiéndonos al mismo tiempo que el hombre bueno forzosamente tiene que amarse a sí mismo para practicar bellas acciones que sirven para su propio provecho y para los demás.

De esta manera Aristóteles parte de una ética de la virtud para dar paso luego a una ética cuya semilla “utilitarista” sería germinada más tarde y con notoria repercusión a través de la posición de John Stuart Mill. Este filósofo del siglo XIX, basado en la tradición inglesa y fundamentalmente en Jeremy Bentham, manifestaba en su célebre obra El Utilitarismo que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la “felicidad” e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario.

Para Mill el placer y la exención de dolor son las únicas cosas que son deseables como fines y dado que las teorías de los últimos fines no son susceptibles de pruebas, Mill apela en su explicación a los llamados fines prácticos. Para él, preguntarse por los fines significa preguntarse por las cosas deseables, y la respuesta a ello es la felicidad, todo lo demás es deseable sólo como medios para ese fin, y esa felicidad no es sólo la mayor felicidad del propio agente, sino que se refiere a la mayor cantidad de felicidad general.

Para Kant, en cambio, los fundamentos morales no surgen de las virtudes (lo más elevado de la “razón práctica finita”) ni de cantidades de felicidad sino en aquellas conductas éticas de validez “universal”, las cuales no pueden ser “a posteriori” dado que de la experiencia no surgen principios generales y, por tal motivo, deben ser “a priori” para impartir una ley fundamental de la “razón práctica pura”, esto es: “obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal”.

Ahora bien, si entran en conflicto los intereses colectivos y los intereses particulares, ¿cuál sería la decisión correcta que deberíamos tomar?

Para Rousseau esa cuestión se resuelve en un abstracto “contrato social” a través del cual el hombre entrega su autonomía a la “voluntad general”, una supuesta liberación que implica sumisión a una mayoría. Pero ¿es legítimo establecer arbitrariamente criterios morales absolutos? ¿Cuál sería entonces el camino ético a seguir?

Sin dudas, este es un interrogante abierto y que hemos arribado a él luego de recorrer las cuatro corrientes éticas clásicas más significativas y representadas por sus máximos exponentes: la ética de la virtud, la ética utilitarista, la ética deontológica y la ética contractualista. Al igual que otras posiciones, ninguna de ellas nos lleva a un final moralmente concluyente ni determinante dado que como nos manifiesta Maritain, la moral (como la economía, la política, el derecho) es por naturaleza una ciencia de orden práctico, vale decir, un conocimiento que surge de las acciones y las valoraciones del hombre.

Llegado a este punto daremos paso a la dilucidación que Von Mises ha consagrado en su obra magna La Acción Humana y que dio impulso y desarrollo a la llamada “praxeología”. Para Mises la acción humana es una “conducta consciente”, es una “voluntad transformada en actuación” con “precisos fines y objetivos”, que implican siempre “preferir y renunciar”. Así, la acción humana es la conducta deliberada de “sustituir un estado menos satisfactorio por otro mejor”.

Esta conceptualización misiana de asignar medios escasos para alcanzar fines precisos que mejoren nuestro estado de satisfacción, es propia de la naturaleza humana e implica una necesaria libertad y una categoría apriorística de la razón acerca de las causas que puedan provocar esos cambios buscados y deseados. Es por ello que la acción humana conlleva una escala de valores cuya jerarquización es propia de cada persona y por tal motivo no son aplicables ni siquiera datos matemáticos empíricos del pasado para explicar los comportamientos futuros de los seres humanos.

Las acciones humanas no son asimilables a las leyes físicas ni responden a cuestiones mecanicistas, en estas acciones no hay regularidades análogas a las ciencias naturales. Por el contrario, el libre albedrío incorpora una diversidad de percepciones y expectativas en función a las propias voluntades y capacidades que le otorgan a las ciencias humanas y a las ciencias sociales en general, un estatus científico de relativa rigurosidad predictiva.

Es por ello que toda tentativa de abordar un dominio científico de las acciones humanas, significaría en términos popperianos una “ingeniería social” cuyo historicismo determinista desconocería al factor humano como un “elemento incierto y voluble por excelencia”, y en última instancia cualquier intento de controlar el comportamiento humano desemboca en una fracasada tiranía.

Ocuparse de la ética entonces significa asumir previa y cabalmente el derecho a la libertad dado que sin ella no hay acción humana voluntaria y en consecuencia no hay acción que merezca consideración ética alguna.