Una de las tendencias que vienen experimentando las empresas en los
últimos tiempos es su esfuerzo por desarrollar el denominado “capital humano” y
cuyo eje principal es la creación de una cultura que apalanque los
conocimientos y competencias de las personas como ventajas únicas y distintivas
de las empresas.
Esta tendencia sobreviene además con un cambio generacional que promueve,
casi sin proponérselo, una mayor tolerancia a la diversidad, el uso intensivo
de la tecnología y un ambiente de trabajo caracterizado por las redes y las relaciones,
acorde a las nuevas habilidades y pautas de vida desplegadas por los jóvenes.
Este cambio trascendental en una sociedad cada vez más abierta y volcada
al conocimiento, ha vuelto a poner al ser humano en el centro de la escena, y
las empresas deben hoy encontrar las propuestas de valor adecuadas para conciliar
la vida laboral con la vida personal de sus empleados, asegurar un adecuado clima
de trabajo, establecer vínculos de lealtad y compromiso, y motivar un alto
desempeño a través de las mejores prácticas que generen valor sustentable para
la compañía.
Las personas son
la clave del éxito de las empresas, los altos rendimientos y su buena
reputación son concretadas por las acciones de las personas que la conforman en
función a los valores que comparten en la organización y, por lo tanto, la
capacidad para coordinar sus aptitudes y talentos es un activo intangible
fundamental para la continuidad de la empresa a largo plazo.
Sin dudas, estas
cuestiones del hacer llevan implícitas un cómo, esto es, de qué manera actúan las
personas y se relacionan entre ellas para lograr esos buenos resultados. Cada
empresa tiene sus formas de hacer las cosas pero sería difícil pensar que ellas
se puedan alcanzar con éxito sin el perfeccionamiento de las virtudes humanas
por parte de sus directivos y de todo su personal.
Para
Aristóteles, la virtud era el mayor de los bienes y ello estaba relacionado
tanto con la moral como con la inteligencia. Para él las virtudes no eran
innatas, no nacen en nosotros sino que siendo capaces de recibirlas, las
perfeccionamos en nosotros a través de la costumbre. De esta manera, nos dice
que la virtud es un acto voluntario, es un hábito selectivo, y que consiste en
tomar una posición intermedia entre dos vicios, uno por exceso, otro por
defecto.
Podríamos
decir entonces que la virtud es una acción voluntaria regida por un hábito
constante y firme orientado hace un bien, en contraposición al hábito vicioso.
Ahora bien, ¿y cuáles son esas virtudes?. La cultura occidental ha heredado de
la tradición griega las denominadas virtudes cardinales y sobre la cual giran todas
las demás virtudes humanas, ellas son: la justicia (dar a cada uno lo que es
suyo), la prudencia (discernir entre lo bueno y lo malo), la templanza (controlar
el apetito concupiscible) y la fortaleza (regular las emociones).
Juan Pablo II
en su encíclica Centesimus Annus (una
de las grandes contribuciones al pensamiento económico moderno de la Iglesia), además
de hacer una elocuente reivindicación a la economía libre y al papel fundamental
del mercado, destacó entre muchos otros aspectos la importancia de considerar a
la empresa como una comunidad de hombres que buscan satisfacer sus necesidades
fundamentales y en cuya comunidad están comprometidas importantes virtudes
tales como la diligencia, la laboriosidad, la prudencia, la fiabilidad, la
lealtad, la resolución de ánimo.
El desafío de
las empresas es hacer realidad sus valores y para ello se necesita un desempeño
virtuoso acorde a su visión y misión empresaria. Los nuevos paradigmas
impulsados por el avance tecnológico, la globalización y la innovación en los
negocios no son un obstáculo para el desarrollo de la virtud, por el contrario,
es una invitación para enriquecerla, es una oportunidad para renovar y cultivar
los buenos hábitos dado que el hombre es y seguirá siendo ineludiblemente la razón
de ser de toda actividad económica.